En el verano que he decidido bautizar como Verano de la Encrucijada por el hecho de estar estudiando para finiquitar mi licenciatura y poder pasar a otro asunto como quien espera a que el semáforo se ponga en verde en medio del desierto en alguna película de esas de poco diálogo, poca música y mucha mirada hay pocas ocasiones para la distensión y el divertimento. La chica que va de acá para allá se fue a Inglaterra para aprender el herético idioma de Shakespeare por si tenemos (o tiene) que huir a tierras protestantes para ganarnos las habichuelas. Suple su lugar para mis chascarrillos y mis bromas de tocar las narices durante estos meses Mirmana, quien lo lleva con menos resignación de la que debiera tener ya estas alturas del cuento. Y yo me aburro más que una ostra, pese a que he ido al cine tres veces. No solo ninguna de esas películas me va a cambiar la vida, sino que además hay una por la que me hubiera gustado soltarles un contundente par de sopapos a cada uno de sus responsables. Pero hubo un día a mitad de camino entre julio y agosto en el que Mirmana y yo decidimos ir a comprarnos ropa. Por la mañana a pleno sol. Con dos cojones. ¡Si, señor!
Esta anécdota comienza como tantas otras, pero al revés. Por una vez, Mirmana, que en verano es siempre menos puntual de lo que asegura ser en invierno, decidió madrugar y a las diez de la mañana ya llevábamos una hora en el centro urbano de Alicante, desayunados y despejados, dispuestos a gastar nuestros suntuosos dineros en trapos. Bueno, en realidad no fue así. La cosa era que yo necesitaba un par de pantalones cortos y ella me acompañaba para aconsejarme como cuando yo tenía quince años. Pero en estos trece años yo no contaba con que Mirmana hubiera notado tanto los efectos de pasarse casi una década trabajando al servicio de la administración pública intentando enseñar a niños de dudoso nivel de atención a manejarse con algún conocimiento medio por la vida. No quiero dejarla como un ser básico y primario. Sobre todo no quiero después de ser amenazado por ella:
-"Pero no me dejes como un ser básico y primario".
Pero me debo a la verdad. Bueno no siempre. La mitad de las cosas que cuento son alteraciones de la verdad. Pero está juro que si es verdad. Lo juro, lo juro, lo juro. Mirmana tiene un grave problema cuando va de compras. Se siente irremediablemente atraída por un tipo de objetos con tres características: pequeño, empaquetadito y de colorines llamativos. Cada vez que entrábamos en una sucursal de Inditex ella escapaba corriendo de mi control hacía el centro del local al grito de:
-"¡Andá! ¡Tarritos minúsculos de colores!"
Y metía la mano en la cesta como experimentando una súbita sensación de placer y alivio intentando coger el más minúsculo, el más llamativo y el mejor empaquetadito. Todo eso a la vez. Pero ahí no acaba todo. Mirmana ha estado varios años en centros cuya presencia de niños y adolescentes calés era realmente abundante. Se ha empapado bastante de su cultura, de sus formas de proceder y de sus más anhelados deseos. Tal es así, que ya salíamos de la tienda camino del coche cuando vio un estante hacía el que no pudo reprimir una exclamación de alegría:
-"¡Andá! ¡Anillos!"
Que me devuelvan a Mirmana, esa que mantenía la compostura ante cualquier situación y que me la devuelvan ya. Por favor.