Hubo un tiempo en el que yo tuve mi piso de estudiantes en un barrio murciano llamado La Fama. Fue ese el primer barrio en el que viví cuando llegué por primera vez a esta ciudad que hermosa es. Allí coincidí con una tribu que si bien no era poco común si que contaba con miembros peculiares. Esta tribu se reunía alrededor de cuatro cosas fundamentales: un tablero de Risk, un partido de fútbol por la tele, una play-station y un botellón con algo más que alcohol y tabaco. Por alguna razón cargada de una lógica aplastante, antes de que yo llegara al piso, ya habían decidido usarlo como cuartel general. Fue en esta época cuando vi por primera vez al personaje que nos ocupa hoy: el cojo en bicicleta.
Hay que decir que en bicicleta lo he visto este año, quinto que vivo en Murcia, y no antes. Antes lo he visto siempre con dos muletas. Porque es un cojo a lo John Silver: le faltaba toda una pierna (por una extraña casualidad, en la misma calle del piso que narraba en el párrafo anterior vivía otro hombre con iguales características). Llamaba sorprendentemente la atención la habilidad con la que se desenvolvía sobre el asfalto con dos muletas y una pierna. Tan alto como era (me atrevo a afirmar que ronda el 1.90m sino más) y escuálido. Una delgadez que atrapaba en su rostro recordando a una suerte de Franz Kafka cautivo por el Holocausto y puesto en libertad en el último momento.
Este fino John Silver nunca fue un personaje lastimero. Actuaba con la adecuada dosis de suficiencia como para, que quieres que te diga, no fiarse uno de él. Y me acabé de convencer de esta idea que antaño tan solo era una impresión cuando un día de principios de octubre, camino de mi casa, paseando por mi antiguo barrio lo vi a toda leche en una bicicleta pedaleando con su única pierna y gritando con un tono bastante sarcástico:
"Ay...¡Qué pena de vida! ¡Ay, que pena!".
Menos mal que quedan personajes como él para amenizárnosla.
La próxima entrega: Los Romanov
Hay que decir que en bicicleta lo he visto este año, quinto que vivo en Murcia, y no antes. Antes lo he visto siempre con dos muletas. Porque es un cojo a lo John Silver: le faltaba toda una pierna (por una extraña casualidad, en la misma calle del piso que narraba en el párrafo anterior vivía otro hombre con iguales características). Llamaba sorprendentemente la atención la habilidad con la que se desenvolvía sobre el asfalto con dos muletas y una pierna. Tan alto como era (me atrevo a afirmar que ronda el 1.90m sino más) y escuálido. Una delgadez que atrapaba en su rostro recordando a una suerte de Franz Kafka cautivo por el Holocausto y puesto en libertad en el último momento.
Este fino John Silver nunca fue un personaje lastimero. Actuaba con la adecuada dosis de suficiencia como para, que quieres que te diga, no fiarse uno de él. Y me acabé de convencer de esta idea que antaño tan solo era una impresión cuando un día de principios de octubre, camino de mi casa, paseando por mi antiguo barrio lo vi a toda leche en una bicicleta pedaleando con su única pierna y gritando con un tono bastante sarcástico:
"Ay...¡Qué pena de vida! ¡Ay, que pena!".
Menos mal que quedan personajes como él para amenizárnosla.
La próxima entrega: Los Romanov
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