Yo no sé dónde acabaré en la vida. Igual acabo mis días en la vieja casa de campo donde mi padre creció y vivió, recogiendo la almendra cada verano. Desde que sale el sol hasta el mediodía. O puede que en vez de eso acabe trabajando en algo creativo que me motive los días pares y me tenga hastiado los impares. Qué sé yo. Solo sé que el futuro es algo que no sabría predecir.
Así que como no me gusta hablar de futuro, hablo del pasado. Siempre recuerdo el pasado. Quizá por eso las dos carreras que he estudiado en la universidad hayan sido Historia (no se me sulfuren los historiadores, que esta no la terminé) e Historia del Arte. Porque me gusta tener en cuenta el pasado. Lo repaso, lo analizo, lo filtro y lo recuerdo. Saber qué hicimos para prever que haríamos. Mi amigo Huevosduros, a quien hoy llamaré por su nombre de verdad, es conocedor de esa faceta tan mía. No en vano siempre me recuerda lo pesado que me pongo con esa coletilla para contar historias que tengo: "Yo, cuando estaba en los scouts...". Aunque sé que en el fondo esto es algo que le parece entrañable y no le molesta.
Decía que hoy le llamaré por su nombre de verdad, qué es Aitor, porque hoy lo voy a homenajear aquí. A él y a los últimos diez años de mi vida. Los últimos diez años que han sido los diez años que cumple nuestra amistad. Puede estar tranquilo, no hablaré del archiconocido momento en el que él se dio a conocer con su chándal del Atleti (el que bajó a segunda) y su pelo amarillo huevo, puesto que ese día no fue exactamente en el que comenzó nuestra amistad. Por entonces íbamos a aulas distintas. Fue en el bachillerato, meses después, donde todo empezó a cuajarse. Pero esta historia no la voy a relatar haciendo un repaso a las anécdotas más jugosas de la década. Eso podría hacerlo con una historia cualquiera. Y esta no es, para mi, una historia cualquiera.
Aitor, en los últimos diez años es seguramente la persona ajena a mi familia con la que he mantenido una relación más estrecha (si obviamos a La chica que va de acá para allá) y eso debe significar algo. Pero no crean, lo interesante de todo este asunto es que después de tanto tiempo hemos vivido las suficientes absurdeces de la vida uno al lado del otro como para saber que podemos vivir el uno sin el otro. Porque realmente, en el día a día, mi querido amigo y yo no nos vemos. Podemos estar una semana sin vernos. A veces incluso un mes. ¡Que narices! Hemos demostrado saber estar un año sin vernos. Y mírenos, celebrando la década, como unos tontos enamorados.
Es curioso pero a mi lo que más me gusta de ser amigo de Aitor no es lo que nos decimos (pese a estas parrafadas sentimentaloides que estoy soltando) si no lo que sabemos el uno del otro. Porque sabemos hasta donde llegamos cada uno y sabemos cuanto se le puede pedir al otro. Él y yo nos hemos enfadado más de una vez. Como en toda relación que se precie, siempre hay cosas que nos joden. A veces es demasiado cuadriculado. Aunque supongo que lo es demasiado en los momentos en los que yo lo soy poco. Afortunadamente tenemos una relación abierta. Nos permitimos tener otros amigos. Salir con otras personas. Eso ayuda a entender lo difícil que es encontrar un buen amigo. Y más aún, un amigo que esté convencido de que te vas a comer el mundo.
Aunque sea a base de recoger almendra los veranos desde que sale el sol hasta el mediodía.